«Bienaventurados» o «desventurados»
Es una evidencia que todo hombre tiene en sí el deseo de felicidad, éste es algo innato que está en todo hombre de cualquier raza, cultura, o condición. Es más, hay que decir que “el deseo de felicidad es de origen divino, Dios mismo lo ha puesto en el corazón de todo hombre a fin de atraerlo hacia El, el único que lo puede satisfacer” (Catecismo #1718). Ahora bien la historia de la sabiduría humana nos da dos caminos antagónicos (opuestos entre sí) para resolver esta cuestión:
La primera lectura del Libro de Jeremías 17,5-8 es un texto sapiencial que pone en claro contraste la actitud del hombre que confía en el hombre (literalmente en hebreo “en la carne”, es decir, en la debilidad y caducidad humana), y del hombre que pone toda su confianza en Dios. Dos caminos.
El texto dice “maldito el hombre que confía en el hombre” (17,5), es decir, maldito como aquel infeliz que pone su propia estabilidad, el fundamento de todo el edificio de su existencia, en sí mismo y en la caducidad humana y de las cosas.
Sin embargo el texto dice “bendito el hombre que confía en el Señor” (17,7), es decir, fecundo, lleno de vida, al hombre que cimienta toda su existencia en la confianza en Dios y en la fidelidad a su Palabra. El verbo hebreo que utiliza en batah, confiar, es el verbo típico de la fe-confianza.
Dos son, por tanto, las opciones fundamentales de todo ser humano: la autosuficiencia idolátrica o la adhesión gozosa al proyecto de Dios. el mismo texto utiliza la doble imagen vegetal donde se muestra vivamente las consecuencias de los dos estilos de vida: para el hombre que vive abierto a Dios y pone en él toda su confianza, habla de un horizonte de vida de frescura, de frutos constantes de alegría, confianza, paz, serenidad; para el hombre que pone su confianza en su autosuficiencia, habla de muerte, aridez, esterilidad y amargura.
Cuando nos acercamos al evangelio de las Bienaventuranzas del Evangelio de Lucas (6, 17) y hacemos una lectura profunda encontramos que Jesús traza igualmente dos modos de concebir la vida: o el gozo de hacer la experiencia de participar del consuelo de Dios, que viene a satisfacer el corazón del hombre con una alegría que nace de dentro y no se esfuma; o sin embargo el gusto efímero (y no lo llamo felicidad pues no es autentico y duradero) de la autosuficiencia de creer que uno lo puede alcanzar todo – pero que cuando lo consigue, esa alegría se esfuma, por eso es efímera… Esto es lo que evidencia la propuesta de Lucas: «Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de Dios... ¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro propio consuelo».
No se refiere sólo a lo material… y sí, sino también a la actitud de vida… el humilde que pone la confianza en Dios o el rico arrogante que pone la confianza en sus propias fuerzas; la fe en que todo proviene de Dios o la autosuficiencia humana que cree que todo se lo ha construido él mismo. La profunda felicidad se pone en juego en esta actitud profunda del hombre frente a su vida y a Dios. son dos categorías, dos mundos.
Sin embargo, Jesús no canoniza sencillamente a todos los pobres, los que padecen hambre, los que lloran y son perseguidos, como no condena simplemente a todos los ricos, los saciados, los que ríen y son aplaudidos. La distinción es más profunda; se trata de saber sobre qué cosa uno fundamenta su propia seguridad, sobre qué terreno está construyendo el edificio de su vida: si sobre aquello que pasa o sobre aquello que no pasa.
La página de hoy del Evangelio es verdaderamente una espada de doble filo: separa, traza dos destinos diametralmente opuestos. Es como el meridiano de Greenwich que divide el este del oeste del mundo. Pero por fortuna con una diferencia esencial. El meridiano de Greenwich está fijo: las tierras que están al este no pueden pasar al oeste, igual que está fijo el ecuador que divide el sur pobre del mundo del norte rico y opulento. La línea que divide, en nuestro Evangelio, a los «bienaventurados» de los «desventurados» no es así; es una barrera absolutamente posible de atravesar. No sólo se puede pasar de un sector a otro, sino que toda esta página del Evangelio fue pronunciada por Jesús para invitarnos y animarnos a pasar de una a otra esfera. La suya es una invitación a poner el horizonte de nuestra vida en el verdadero tesoro.
Un ejemplo, entre muchos, de la influencia que han tenido las Bienaventuranzas, es el texto que dejaba escrito un mártir, poco antes de ser decapitado en la torre de Londres, por orden del rey Enrique VIII. Son las “Bienaventuranzas” de un humanista culto, Santo Tomás Moro, que escribía en 1535:
Felices los que saben reírse de sí mismos, porque nunca terminarán de divertirse.
Felices los que saben distinguir una montaña de una piedrita, porque evitarán muchos inconvenientes.
Felices los que saben descansar y dormir sin buscar excusas, porque llegarán a ser sabios.
Felices los que saben escuchar y callar, porque aprenderán cosas nuevas.
Felices los que son suficientemente inteligentes como para no tomarse en serio, porque serán apreciados por quienes los rodean.
Felices los que están atentos a las necesidades de los demás, sin sentirse indispensables, porque serán distribuidores de alegría.
Felices los que saben mirar con seriedad las pequeñas cosas y con tranquilidad las cosas grandes, porque irán lejos en la vida.
Felices los que saben apreciar una sonrisa y olvidar un desprecio, porque su camino será pleno de sol.
Felices los que piensan antes de actuar y rezan antes de pensar, porque no se turbarán por lo imprevisible.
Felices ustedes si saben callar y ojalá sonreír cuando se les quita la palabra, se les contradice o cuando les pisan los pies, porque el Evangelio comienza a penetrar en su corazón.
Felices los que son capaces de interpretar siempre con benevolencia las actitudes de los demás aún cuando las apariencias sean contrarias. Pasarán por ingenuos: es el precio de la caridad.
Felices, sobre todo, los que saben reconocer al Señor en todos los que encuentran, pues entonces habrán hallado la paz y la verdadera sabiduría.
("El gusto de vivir", de Sto. Tomás Moro)
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