23 nov 2008

23-11-08 Jesus, el Rey de reyes

(por P. Silvio José Báez, o.c.d.)

El evangelio (Mt 25,31-46) describe con imágenes sugestivas la presencia de Cristo, rey y pastor, que juzga el camino histórico de la humanidad y de cada hombre. En este texto se escucha la palabra definitiva de Dios sobre la historia, el sentido que él quiere dar a esta historia y la invitación que hace a cada hombre a vivir cotidianamente el amor misericordioso. Al final cada uno será juzgado para la salvación o la condenación definitiva a la luz de los gestos concretos de solidaridad activa en favor de los hombres más necesitados y pobres.

El texto está construido con elementos bíblicos de sabor apocalíptico que intentan describir la gloria de la venida del Hijo del hombre, juez divino e Hijo de Dios, al final de la historia (cf. Dan 7,10; Zac 14,5). En este sentido es importante subrayar ante todo la dimensión cristológica y universal del juicio descrito en el texto. Delante del Hijo del hombre se presentarán todas las naciones de la tierra, sin diferencias étnicas y religiosas. El juez escatológico, el Hijo del hombre como pastor mesiánico, realizará la separación definitiva entre los hombres con la autoridad soberana de Dios. El criterio decisivo será la relación de cada hombre con el Hijo del hombre que se ha hecho solidario con “sus hermanos más pequeños”.

En segundo lugar, en el texto se pone de manifiesto un hecho paradójico: el juez glorioso del final de los tiempos (al cual ambos grupos –los que se salvan y los que se condenan– reconocen como “Señor”) ha asumido en la historia el rostro del indigente, del indefenso y del necesitado. Por eso los hombres deciden su destino delante del Hijo del hombre, no a partir de las obras heroicas o extraordinarias que han realizado en la vida, sino paradójicamente sobre la base de los hechos de la vida cotidiana en relación con los más necesitados: dar de comer, de beber, acoger, visitar, etc.

La cosa más sorprendente del texto es que ninguno de los dos grupos –los que se salvan y los que se condenan– había sospechado esta presencia misteriosa del Hijo del hombre “en los más pequeños”. Con esto Mateo pone de manifiesto lo sorprendente de tal revelación. En el amor y el servicio a los pobres se produce un verdadero encuentro con el Señor que se revela y se oculta, al mismo tiempo, en el rostro del pobre. Lo que se hace en favor del pobre, se hace a Cristo mismo. Por eso el amor y el servicio a los pobres no es simplemente una expresión de la “dimensión social” de la fe. Es mucho más que eso: hay un aspecto contemplativo, de encuentro con Dios en el corazón mismo de la obra del amor.

La frase “mis hermanos más pequeños” ha sido objeto de innumerables discusiones exegéticas. La expresión designa –en el contexto del juicio universal– a todos los hombres necesitados y pobres sin distinción. Es cierto que algunos estudiosos de Mateo han pensado que “los más pequeños” son los discípulos cristianos, misioneros en situaciones difíciles, a partir del uso del término “pequeños” (griego: elajistói) en el primer evangelio (cf. Mt 10,42; 18,5.6.10.14). Esta conclusión se funda en criterios filológicos pero no es adecuada en el contexto de Mateo 25. Ningún indicio del texto hace pensar en la condición de los discípulos misioneros cuando se habla de “pequeños”. Es preferible pensar en los indigentes, en sentido universal. Se trata de todos los hombres que pasan necesidad y sufren en la historia. Con ellos, –precisamente porque son pobres y necesitados–, se ha identificado el Mesías y Juez escatológico. Esta es la perspectiva del evangelio de Mateo, en donde el reino de los cielos se promete a los pobres, la revelación del Padre es destinada a los “pequeños”, la paz y la liberación a los oprimidos y cansados. De esta misma forma el Hijo del hombre, rey y juez glorioso, asume y comparte el destino de sus hermanos más pequeños: los pobres y necesitados de este mundo.

El texto es una parábola profética sobre el juicio último y universal. Pero no solamente habla del final. Es ante todo una exhortación a vivir responsablemente la fe, mientras esperamos la venida gloriosa de Cristo. La fe auténtica en el Señor no se realiza solamente a través de la profesión de los labios sino sobre todo a partir de la práctica del amor misericordioso. Al mismo tiempo Mateo nos coloca delante de una auténtica revelación del señorío de Cristo Rey del universo: Cristo, el Señor, se hace presente en forma escondida y humilde en los pobres y enfermos, en los hambrientos y encarcelados. De tal forma que el rechazo o la acogida de los pobres es el criterio último que decidirá la salvación o la ruina de los hombres. En el amor gratuito, eficaz, concreto, hacia los más pequeños se vive y se expresa la relación vital con Cristo, rey y Señor universal, relación que al final se transformará en plena comunión de vida y de salvación.

El evangelio de hoy nos ayuda a comprender que el encuentro con el pobre a través de las obras concretas es paso obligado para el encuentro con Cristo mismo. Pero no hay que olvidar que el encuentro verdadero y pleno con el hermano pasa por la experiencia de la gratuidad del amor de Dios. Si el prójimo es el camino para llegar a Dios, la relación con Dios es la condición de encuentro, de verdadera comunión con el otro. El señorío de Jesucristo, Rey del universo, se vive en la exigencia del compromiso como fruto de la gratuidad de su amor y en la contemplación como demanda y elemento vivificador de la acción histórica.

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