31 ene 2010

REFLEXION Evangelio Semanal


¿Puedo llegar a ser profeta en mi propia tierra? (Lc 4,21-30) 
(P. Luis J. Tamayo)

Esta máxima que se ha hecho tan popular, precisamente viene de las mismas palabras de Jesús: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra”.

Reflexionando sobre este dicho, descubro que el problema no está tanto en la identidad del profeta sino como en la acogida de la gente, es decir, el profeta seguirá siendo profeta allá donde vaya, sea bien recibido o no. Pero sino es bien acogido por parte del pueblo ¿de que sirven sus palabras? un padre de familia seguirá siendo padre, aunque sus hijos no le respeten, o un jefe seguirá siendo jefe aunque sus subordinados no le respeten.

Esto es muy fácil de entender. ¿Cuántas veces uno puede experimentar en casa que sus palabras no son acogidas? “¡Venga papa no vengas con el mismo rollo de siempre! El padre sigue siendo el padre, pero somos nosotros quien le damos o no la autoridad a lo que dice u hace.

Llegar a ser o no “profeta en su propia tierra”, llegar a ser profundamente respetado o no, ser acogido por los demás o no, ser escuchado o no… a la larga es uno mismo quien se lo gana. Cuantas veces hemos oído el ejemplo del padre con cigarrillo en mano que le dice a su hijo: no fumes pues no es bueno para la salud. ¿Tú crees que estas palabras están cargadas de autoridad?

Con el tiempo uno descubre que las palabras tienen autoridad y tienen peso cuando van acompañadas de la vida y de mucho amor. Las palabras de uno son verdaderamente acogidas cuando van cargadas de sinceridad y autenticidad.

A finales del verano pasado fui testigo del gesto de una madre que me causó gran impacto. Estaba con una familia en el jardín tomando un refresco, el jardín estaba lleno de niños, hermanos, primos, etc. Estaba ya anocheciendo y los chavales más mayores decidieron bañarse en la piscina. Una de las niñas más pequeñas le dijo a su madre – ya quitándose la camiseta – que se iba a bañar. La madre le dijo que no, que era tarde y se marchaban a casa. La niña entró en un ataque de cólera, se puso a llorar y a gritar. Pataleaba como una loca. Lo normal que uno ve en estos casos es que la madre pierda los estribos y responda con un par de gritos (¡Basta ya!) y acabe la fiesta con un cachete a la niña (¡Zas!). Me sorprendió ver como la madre envolvía a su hija con una abrazo y se la acercó a ella con amor. La niña seguía llorando y de pataleta, la madre le daba besos y le decía lo mucho que la quería. Poco a poco la niña se fue relajando, hasta que se calmó en los brazos de su madre. Al final no se bañó y se quedó tan a gusto en los brazos de su madre.

Uno se puede preguntar: ¿no es verdad que cuando esa madre le diga a la niña “te quiero” esas palabras tendrán gran peso? Porque ha manifestado un amor verdadero, un amor que es paciente, que no toma en cuenta el mal del otro, un amor que es capaz de resistir la violencia que se le hecha encima con paciencia.

¿No es verdad que cuando esa madre instruya a su hija sus palabras tendrán la autoridad del amor y del respeto? El respeto llama al respeto. La autoridad se gana cuando hay un profundo respeto por la otra persona, cuando la otra persona siente que es valorada a pesar de sus pataletas, de sus fallos o debilidades.

Es muy fácil dar gritos, es muy fácil ganar la autoridad desde el miedo, es muy fácil ponerse por encima, es muy fácil amenazar con castigos, es muy fácil intimidar con condiciones (si no haces esto no te doy lo otro)… 

Lo que es difícil es amar con el verdadero amor que nos dice San Pablo en la 1ª de Corintios 12,31: amar con paciencia infinita, con profunda educación y respeto, amar si irritarse, amar sin llevar las cuentas de los errores que el otro ha cometido (ves? Es que eres igual, nunca vas a cambiar!), amar sin echar en cara. Esta clase de amor no es fácil, por que es el amor que yo no tengo, y que sólo viene de Dios. Esta clase de amor sale de la oración. 

Ganar la autoridad de los hijos, del esposo, de los compañeros de trabajo, de los amigos o de los miembro de mi comunidad supone mucha oración y mucha humildad.

Dos propósitos para esta semana: 1) humildemente pediré a Dios en mi oración que me ayude a cambiar aquellos defectos que me hacen perder el respeto de los demás. 2) humildemente pediré a Dios que bendiga a cada una de las personas (nombres concretos) que me rodean en casa, en el trabajo, etc.

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