Mc 4, 26-34: “En
aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "El Reino de Dios se parece a lo
que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las
noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la
tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las
espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los
granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha".
El
desánimo, como su mismo nombre indica, es una enfermedad del alma (sin ánima): por motivos
muy diversos, el ser humano puede experimentar que se le desinfla el alma, que
pierde el ánimo, el aliento interior que le hace caminar, luchar por lo que
cree, superar dificultades. Se tiene entonces la impresión de que esa lucha es
inútil, que ese camino no conduce a ninguna parte, que las dificultades son más
fuertes que nosotros.
El
desánimo surge por esta mentalidad de la eficacia que tan arraigada esta entre
nosotros. Queremos ver resultados ya, de inmediato, de todo lo que hacemos. Pero no por que más apriete la manzana quiere decir que madure antes…
todo tiene su tiempo y su momento. A nosotros nos toca sembrar, plantar y
regar, pero es a Dios en su momento que le toca recoger como y cuando quiera.
En nuestro mundo vivimos acostumbrados a los artículos de usar y tirar y que no
alcanzamos a hacerlos nuestros. Así sucede con ciertas formas de espiritualidad
más o menos de moda que nos prometen que nos “sentiremos bien”
enseguida, o que tendremos éxito social, y en las que es difícil discernir la
verdadera espiritualidad de la mera higiene mental.
El
Evangelio de hoy es una parábola contra el desánimo. Con ellas nos está
llamando a la confianza en Dios, que es el que ha iniciado la obra buena y que
Él mismo llevará a término. La obra buena es la siembra del amor, del servicio,
de la semilla de la Palabra. Cuantas veces le gritaré a un hijo: ¿Hasta cuando
te lo tengo que repetir? ¿Cuando te vas a enterar de lo que hacen tus padres? La
aparente falta de éxito, la exasperante lentitud del amor, tiene que ver con la
lógica del mismo, que encuentra en esta imagen agrícola su mejor modelo.
Sembrar la semilla y esperar sus frutos es un proceso largo, trabajoso, que
requiere mucha paciencia, en el que hay periodos prolongados de aparente
esterilidad, en los que “no pasa nada”, en los que “nada se ve”. Nos
impacientamos, nos da la impresión de que un gesto de amor sin esperar nada a
cambio no da resultados.
¿Tenemos
que entender estas palabras de Pablo, y las parábolas de Jesús, como una
llamada a la pasividad, a no hacer nada, a esperar sentados? Al contrario.
Precisamente el que vive en la confianza no pierde el ánimo y pone manos a la
obra; el desanimado es el que baja los brazos. Y es que con nuestras obras
podemos favorecer o perjudicar el crecimiento de la semilla: podemos, siguiendo
con la imagen agrícola, desbrozar la tierra y eliminar las malas hierbas,
podemos regarla y abonarla, podemos, en síntesis, que nuestra tierra acoja
favorablemente la semilla de la palabra; pero podemos también actuar de tal
forma que la ahogue y le impida crecer: por ejemplo, no haciendo nada; o,
todavía peor, sembrando malas semillas. La obra buena iniciada con Dios
requiere de nuestra cooperación, la confianza lleva a una esperanza activa,
constante, responsable y también a algunas renuncias.
Por
ejemplo, también escuchar perseverantemente la Palabra, aunque a veces no la
acabemos de entender; asistir con fidelidad a la reunión eucarística, aunque a
veces “no nos diga nada”; mantener vivo el vínculo con Dios en la oración, pese
a los momentos de sequedad…, son formas de vivir la fe con confianza, esperanza
y responsabilidad que siempre acaban dando fruto. Puede ser que esos frutos se
nos antojen casi insignificantes, ante la magnitud de los problemas y los poderes
del mundo. Pero esa pequeñez insignificante es precisamente a lo que se parece
el Reino de Dios: como el arbusto de la semilla de mostaza; no es un árbol
(como el árbol grandioso que se describe en la primera lectura, una imagen, tal
vez, de nuestros sueños de grandeza), pero es suficiente para que los pájaros
puedan anidar en sus ramas y encontrar así sombra y cobijo.