22 feb 2014

Domingo VII, REFLEXION Evangelio Semanal

Amad a vuestros enemigos
La llamada al amor siempre es seductora, a todos nos encanta escuchar este tipo de mensaje. Pero para entender bien porque este mensaje de Jesús fue un escándalo, hay que entrar en el contexto socio-histórico. Aviso: La reflexión de hoy es más histórica, trato de iluminar la novedad del mensaje de Jesús. Al final hago una pequeña implicación para todos nosotros.
En los tiempos de Jesús, lo que menos se podían esperar era oír hablar de amor a los enemigos. Viviendo la cruel experiencia de la opresión romana y los abusos de los más poderosos, las palabras de Jesús eran un auténtico escándalo. Solo un loco podía decirles con aquella convicción algo tan absurdo: «Amad a vuestros enemigos; orad por los que os persiguen; perdonad setenta veces siete; a quien os hiere en una mejilla, ofrecedle también la otra». (Mateo 5, 38-48) ¿Qué quería decir Jesús? ¿Vivir sometidos con resignación a los opresores? Este fue un mensaje que no se podía entender fácilmente.
Para el pueblo judío el Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera por la que se manifiesta su poder feroz y su fuerza severa contra los enemigos. Por ejemplo: ya en el libro del Éxodo se recuerda como nace el pueblo de Israel. El Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa sacando a su pueblo de la opresión y esclavitud de los egipcios y destruyendo a los enemigos de Israel en el paso por mar rojo.
A lo largo de la historia aprenden a descubrirlo como el Dios verdadero, pues su poder severo contra los enemigos del pueblo elegido era más poderoso que el de los otros dioses paganos. Cuando uno lee la historia de Israel en el A. T. se puede comprobar una y otra vez: Dios protege a su pueblo destruyendo a sus enemigos; y sólo así, bajo la guía protectora de su Dios, pudieron entrar en la tierra prometida.


La crisis llegó cuando el pueblo de Israel se vio sometido a un enemigo más poderoso que ellos; Nabucodonosor, rey de Babilonia, entraba en Jerusalén. ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé y adorar a los dioses extranjeros de Asiría y Babilonia? ¿Traicionar a su Dios que les había protegido hasta entonces? [1]
Pronto encontraron la solución: El problema no es Dios, Dios no ha cambiado; son ellos mismos que se han alejado de él desobedeciendo sus mandatos.

Ahora es Yahvé quien dirige su fuerza justiciera sobre su propio pueblo desobediente. Dios sigue siendo grande, pero ahora se sirve de los imperios extranjeros para castigar a su propio pueblo por su pecado.
Más adelante, ellos entendían que su pecado había sido ya expiado con creces. Pasaban los años y el pueblo empezó a pensar que su castigo era excesivo, pues al volver del destierro sufrieron otra nueva invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma, que las entendían como una injusticia cruel e inmerecida. Algunos visionarios comenzaron entonces a hablar de una actuación apocalíptica de Dios. Dios intervendrá de nuevo de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quienes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza.
En tiempos de Jesús, nadie dudaba de que Dios actuaría en su poder vengador imponiendo su justicia y vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo intervendría, cómo lo haría. Todos esperaban a un Dios que les vengara de la opresión de sus enemigos, un Mesías poderoso y salvador. Si acudimos a los salmos vemos como en muchos se pide la salvación mediante la «destrucción de los enemigos»: «¡Levántate, juez de la tierra, y da su merecido a los
soberbios!».

El clima generado llevaba a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Odiar a los invasores, a los enemigos del Dios único, era incluso un signo de celo por la justicia de Dios: «Señor, ¿cómo no voy a odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan contra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos».
Por ejemplo, se sabe que los esenios de Qumrán alimentaban este odio. Era una especie de principio fundamental para sus miembros: «Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo lo que él rechaza». «Amar a todos los hijos de la luz, y odiar a todos los hijos de las tinieblas».
Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y sorprendente. Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no por su poder para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos: «Hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos». No restringe su amor solo hacia los que le son fieles. No reacciona ante los hombres según sea su comportamiento. No responde a la injusticia con injusticia, sino con amor.

Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Esta es la experiencia de Jesús.
Por eso, el mensaje de Jesús no sintoniza con las expectativas mesiánicas de Israel que hablan de un Dios belicoso o de un Enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel.
Dios no excluye a nadie de su amor y esto nos ha de atraer a actuar como él.

Así Jesús saca una conclusión irrefutable: «Amad a vuestros enemigos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo». Esta llamada de Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los «enemigos de Dios».


El amor de Dios no discrimina, busca el bien de todos. Jesús contempla ese amor al enemigo como el camino a seguir para parecerse a Dios. Un proceso que exige esfuerzo, pues se necesita aprender a deponer el odio, superar el resentimiento, bendecir y hacer el bien. Jesús habla de «orar» por los enemigos, probablemente como un modo concreto de ir despertando en el corazón el amor a quien cuesta amar. Pero al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y difícilmente puede despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien, «hacer» lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna.

Jesús, rompía con la tradición bíblica, los salmos hablaban de venganza, y éstos alimentaban la oración del pueblo; Jesús se opuso al clima general de odio a los enemigos de Israel, contra los opresores romanos; Jesús pregona a todos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien». El reino de Dios ha de ser el inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre sus hijos.
Amar a nuestros enemigos a nosotros nos supone superar la ley de talión,  superar la ley del ojo por ojo (Mt.5,38) por la ley del amor. “Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.”
Amar al prójimo exige descubrir en todo hombre lo que hay en él de amable. Sería injusto solo fijarse en lo negativo.
Hace poco me hablaba una madre, y para educar a su hija que siempre venía con quejas sobre todos, como si todos fueran enemigos… la decía: “No vengas sólo diciendo lo negativo de esa persona: “es que la profe…, es que mi amiguita...” antes de decirme lo negativo, piensa algo positivo que tiene esa persona y luego me cuentas las dos”.  Al escucharlo me pareció genial.
Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo" y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de extraordinario?



[1] Después de alcanzar la cúspide de su grandeza durante los reinados de David y Salomón, en el siglo X a.C., el antiguo reino de Israel se vio cada vez más a merced de sus poderosos vecinos y de las rencillas internas. Dividida su dinastía real en dos ramas, la del norte y la del sur, los asirios aprovecharon la situación para conquistar el reino septentrional. El del sur, con capital en Jerusalén, trató de mantener su independencia haciendo equilibrios entre Egipto y Babilonia, imperio este último que a finales del siglo VII a.C. parecía decidido a poner bajo su órbita al pequeño estado judío. Finalmente, en el año 597 las tropas del soberano babilonio Nabucodonosor entraban en Jerusalén en castigo por el comportamiento de sus reyes. Unas tres mil personas, pertenecientes a las familias más poderosas del país, fueron deportadas a Babilonia, junto con el mismo rey.

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