Amad a vuestros
enemigos
La llamada al
amor siempre es seductora, a todos nos encanta escuchar este tipo de mensaje. Pero
para entender bien porque este mensaje de Jesús fue un escándalo, hay que
entrar en el contexto socio-histórico. Aviso: La reflexión de hoy es más histórica,
trato de iluminar la novedad del mensaje de Jesús. Al final hago una pequeña
implicación para todos nosotros.
En los tiempos de
Jesús, lo que menos se podían esperar era oír hablar de amor a los enemigos. Viviendo la cruel experiencia de la opresión
romana y los abusos de los más poderosos, las palabras de Jesús eran un
auténtico escándalo. Solo un loco podía decirles con aquella convicción algo
tan absurdo: «Amad a vuestros enemigos;
orad por los que os persiguen; perdonad setenta veces siete; a quien os hiere
en una mejilla, ofrecedle también la otra». (Mateo 5, 38-48) ¿Qué quería decir Jesús? ¿Vivir
sometidos con resignación a los opresores? Este fue un mensaje que no se podía
entender fácilmente.
Para el pueblo
judío el Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su
justicia de manera por la que se manifiesta su poder feroz y su fuerza severa contra los enemigos. Por
ejemplo: ya en el libro del Éxodo se recuerda como nace el pueblo de Israel. El
Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa sacando a
su pueblo de la opresión y esclavitud de los egipcios y destruyendo a los
enemigos de Israel en el paso por mar rojo.
A lo largo de la
historia aprenden a descubrirlo como el Dios verdadero, pues su poder severo
contra los enemigos del pueblo elegido era más poderoso que el de los otros
dioses paganos. Cuando uno lee la historia de Israel en el A. T. se puede
comprobar una y otra vez: Dios protege a su pueblo destruyendo a sus enemigos;
y sólo así, bajo la guía protectora de su Dios, pudieron entrar en la tierra
prometida.
La crisis llegó cuando el pueblo de Israel se vio sometido a un enemigo
más poderoso que ellos; Nabucodonosor, rey de Babilonia, entraba en
Jerusalén.
¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé y adorar a los dioses extranjeros de
Asiría y Babilonia? ¿Traicionar a su Dios que les había protegido hasta
entonces? [1]
Pronto
encontraron la solución: El problema
no es Dios, Dios no ha cambiado; son ellos mismos que se han alejado de él
desobedeciendo sus mandatos.
Ahora es Yahvé quien dirige su fuerza justiciera
sobre su propio pueblo desobediente. Dios sigue siendo grande, pero ahora se
sirve de los imperios extranjeros para castigar a su propio pueblo por su
pecado.
Más adelante, ellos
entendían que su pecado había sido ya expiado con creces. Pasaban los años y el
pueblo empezó a pensar que su castigo era excesivo, pues al volver del
destierro sufrieron otra nueva invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma,
que las entendían como una injusticia cruel e inmerecida. Algunos visionarios
comenzaron entonces a hablar de una actuación
apocalíptica de Dios. Dios intervendrá de nuevo de manera poderosa y
violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quienes oprimían a Israel y
castigando a cuantos rechazaban su Alianza.
En tiempos de
Jesús, nadie dudaba de que Dios actuaría en su poder vengador imponiendo su
justicia y vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo
intervendría, cómo lo haría. Todos esperaban a un Dios que les vengara de la
opresión de sus enemigos, un Mesías poderoso y salvador. Si acudimos a los
salmos vemos como en muchos se pide la salvación mediante la «destrucción de
los enemigos»: «¡Levántate, juez de la
tierra, y da su merecido a los
soberbios!».
El clima generado
llevaba a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Odiar a los invasores, a los enemigos del Dios único, era incluso un
signo de celo por la justicia de Dios: «Señor,
¿cómo no voy a odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan
contra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos».
Por ejemplo, se
sabe que los esenios de Qumrán alimentaban
este odio. Era una especie de principio fundamental para sus miembros: «Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo
lo que él rechaza». «Amar a todos los hijos de la luz, y odiar a todos los
hijos de las tinieblas».
Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y sorprendente. Dios no es
violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción
de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia
por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no por su poder para
destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos:
«Hace salir su sol sobre buenos y malos,
y manda la lluvia sobre justos e injustos». No restringe su amor solo hacia
los que le son fieles. No reacciona ante los hombres según sea su
comportamiento. No responde a la injusticia con injusticia, sino con
amor.
Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Esta es la experiencia de
Jesús.
Por eso, el mensaje de Jesús no sintoniza con las
expectativas mesiánicas de Israel que hablan de un Dios belicoso o de un
Enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel.
Dios no excluye a
nadie de su amor y esto nos ha de atraer a actuar como él.
Así Jesús saca una
conclusión irrefutable: «Amad a vuestros
enemigos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo». Esta llamada de
Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio,
y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los «enemigos de Dios».
El amor de Dios
no discrimina, busca el bien de todos. Jesús contempla ese amor al enemigo como
el camino a seguir para parecerse a Dios. Un proceso que exige esfuerzo, pues
se necesita aprender a deponer el odio, superar el resentimiento, bendecir y
hacer el bien. Jesús habla de «orar» por los enemigos, probablemente como un
modo concreto de ir despertando en el corazón el amor a quien cuesta amar. Pero
al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño
hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y difícilmente puede
despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al enemigo es, más bien, pensar
en su bien, «hacer» lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva
mejor y de manera más digna.
Jesús, rompía con
la tradición bíblica, los salmos hablaban de venganza, y éstos alimentaban la
oración del pueblo; Jesús se opuso al clima general de odio a los enemigos de
Israel, contra los opresores romanos; Jesús pregona a todos: «Amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os odien». El reino de Dios ha de ser el
inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre sus hijos.
Amar a nuestros
enemigos a nosotros nos supone superar la ley de talión, superar la ley del ojo por ojo (Mt.5,38) por
la ley del amor. “Así seréis hijos de
vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos,
y manda la lluvia a justos e injustos.”
Amar al prójimo
exige descubrir en todo hombre lo que hay en él de amable. Sería injusto solo
fijarse en lo negativo.
Hace poco me
hablaba una madre, y para educar a su hija que siempre venía con quejas sobre
todos, como si todos fueran enemigos… la decía: “No vengas sólo diciendo lo negativo de esa persona: “es que la profe…,
es que mi amiguita...” antes de decirme lo negativo, piensa algo positivo que tiene
esa persona y luego me cuentas las dos”.
Al escucharlo me pareció genial.
Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu
prójimo" y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a
vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen. Porque, si amáis a los que
os aman, ¿qué hacéis de extraordinario?
[1] Después de alcanzar la cúspide de su grandeza durante los reinados de David
y Salomón, en el siglo X a.C., el antiguo reino de Israel se vio cada
vez más a merced de sus poderosos vecinos y de las rencillas internas. Dividida
su dinastía real en dos ramas, la del norte y la del sur, los asirios
aprovecharon la situación para conquistar el reino septentrional. El del sur,
con capital en Jerusalén, trató de mantener su independencia haciendo
equilibrios entre Egipto y Babilonia, imperio este último que a finales del
siglo VII a.C. parecía decidido a poner bajo su órbita al pequeño estado judío.
Finalmente, en el año 597 las tropas del soberano babilonio Nabucodonosor entraban
en Jerusalén en castigo por el comportamiento de sus reyes. Unas tres mil
personas, pertenecientes a las familias más poderosas del país, fueron
deportadas a Babilonia, junto con el mismo rey.