7 sept 2008

07/09/08, Domingo de la 23ª semana de Tiempo Ordinario.

Reflexión del Evangelio semanal (por Fernando Torres cmf)

Hay veces en que para encontrar el sentido de las cosas es mejor empezar por el final que por el principio. Me da la impresión de que eso sucede con las lecturas de este domingo. Hay que irse al final del texto del evangelio de Mateo para encontrar la clave que da sentido a todo lo anterior. Allí Jesús nos dice: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. La comunidad cristiana contempla en este domingo su propia realidad y descubre con sorpresa que es más de lo que parece a primera vista. En el corro de los que formamos la comunidad, cada una de las comunidades, la comunidad diocesana, la comunidad global que es la Iglesia, hay siempre uno más que no sale en la foto pero que es el elemento necesario. Sin él no hay comunidad cristiana. Sin él no hay comunión eclesial.

Jesús es el que nos hace hermanos, el que en medio de nosotros nos conforma como comunidad eclesial. En su nombre nos reunimos y nuestra fuerza se multiplica y potencia hasta límites insospechados. En su nombre la comunión eclesial se hace posible más allá de las distancias geográficas, lingüísticas o culturales. Tareas que pueden parecer imposibles para la suma simple de fuerzas de los miembros de la comunidad quedan al alcance de la mano. La comunidad reunida en el nombre de Jesús es creadora de vida y esperanza para todos los que la forman y para los que de cualquier forma entran en contacto con ella.

Comunidades creyentes

Hay que notar que nada se dice en el Evangelio de que, para que Jesús se haga presente en medio de los hermanos, la comunidad deba estar presidida por un apóstol o un discípulo. Nada de eso. Otra cosa será para la celebración de un sacramento, donde sí es necesaria habitualmente la presencia y presidencia de un presbítero. Pero el texto no habla de la celebración de un sacramento sino de la constitución de la comunidad eclesial. Los hermanos y hermanas se reúnen, invocan el nombre del Señor y su presencia transforma su realidad. Ya no son “dos o tres”. Son comunidad creyente, renovada por la presencia del mismo Jesús que inspira, dinamiza y potencia a los que la forman.
Desde esa realidad básica de la vida cristiana, la comunidad constituida en el nombre del Señor –y no de otros intereses espúreos–, cobra sentido lo que dice el resto del texto evangélico y las otras dos lecturas. Sólo en el seno de la comunidad cristiana y en el nombre de Jesús se podrá intentar la corrección fraterna. Para que la corrección no sea acusación sino fraternidad expresada en palabras hechas de la misericordia y la compasión que Jesús tuvo siempre hacia los que sufrían por cualquier causa. Será una corrección fraterna hecha siempre con temor y temblor porque en la presencia de Dios sentiremos con fuerza nuestra propia debilidad y la incerteza de nuestro juicio para determinar si nuestro hermano ha pecado. Será una corrección purificada de esos otros intereses espúreos, hechos de sentimientos de revancha, venganza, envidia, rivalidades y tantas otras cosas que llenan desgraciadamente a veces nuestro corazón.

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